miércoles, 28 de marzo de 2007

JAMES DEAN, el mártir sin causa


El 30 de setiembre de 2005 se cumplieron 50 años de la muerte de James Dean, un actor que supo erigir a lo largo de su corta vida, lo que podríamos definir como el arquetipo de muchacho rebelde enfrentado a los esquemas de la sociedad en que le tocó vivir.
Enclavada en plena década del ’50, su imagen de rebeldía adolescente llegó acompañada de otro gran movimiento revolucionario de la época, el rock and roll. Así, asociada a música, autos y chicas, esta imagen se convirtió rápidamente en objeto de culto para miles de jóvenes americanos que veían en él, al abanderado de la lucha contra el “american way of live” de posguerra.
La disconformidad había ganado su terreno, y la búsqueda de nuevas sensaciones que sean afines a los sentimientos de rebeldía, provocó que, tanto los nuevos sonidos –manifestados en el rock-, como así también actores catalogados “juveniles” como Dean, ocuparan el lugar que habían dejado vacío los viejos conceptos.Repasando su filmografía, -escasa, por cierto-, observamos que, paradójicamente, sus personajes nunca pasan de una rebeldía personalizada, pobre en ideologías, y sin metas sociales que lleguen a guiar a sus compañeros de generación. Dean encarna así, a personajes que teniendo un gran potencial de lucha y de cambio de esquemas conservadores, terminan contentándose con haber armado un par de buenos líos, y dejar las cosas más o menos como estaban.
En “Al este del Edén” (filmada en 1954), comienza peléandose con medio pueblo buscando a su madre, manda a su hermano a una muerte casi segura en la guerra, pero es redimido en las secuencias finales cuando queda en su hogar, cuidando a su padre, víctima de un infarto que él mismo le ha provocado.
En “Rebelde sin causa” (1955), -su película más famosa y que lo elevó a su breve estrellato-, lo vemos con el liderazgo ahí, al alcance de la mano. Con su rival de pandilla muerto en la famosa escena de la carrera de autos en el barranco, y contando ya con dos seguidores (interpretados por Natalie Wood y Sal Mineo, ambos nominados al Oscar), - tan rebeldes como él-, decide retirarse cuando la cosa se pone espesa, regresando a su casa, y casi sin inmutarse, después que la policía ha matado a uno de sus compinches. Después del sofocón, todo volvía a la normalidad.
En su último film, “Gigante” (1955), -estrenado después de su muerte-, Dean interpreta a un muchacho pobre que ha sido criado en el seno de una poderosa familia de Texas. Su odio hacia todos es obvio y evidente hasta que la casualidad le permite descubrir petróleo en la pequeña franja de tierra que ha heredado. Su poderío económico lo llevará a encarnar –y a sobrepasar aún más- todo lo que ha despreciado en los primeros minutos de rodaje.
Con estos nada favorables antecedentes de antología, es lógico que lleguemos a preguntarnos, no sin un poco de confusión, ¿Qué es lo que perdura aún de este actor? ¿Qué es lo que ha llevado a que su figura alcance toques de misticismo, llegando hasta nuestros días?
Escuchemos a quienes lo conocieron.Nicholas Ray, -su director en Rebelde...-, solía decir: “...James era una persona fresca, sincera, la pantalla lo reflejaba tal como era. Recuerdo que cuando culminó el rodaje no sabíamos qué hacer. Nos habíamos acostumbrado tanto el uno al otro, que el último día nos despedimos, él subió a su moto, yo a mi auto, y al llegar al primer semáforo decidimos ir a un restaurant abierto toda la noche y desayunamos. No podíamos admitir que todo había acabado.”
“Dean fue un gran amigo. Él me ayudó a que redefina mi postura actoral. Yo había dejado de ser la niña prodigio de la compañía, y al alcanzar la adolescencia no encajaba en ningún film. Junto a él pude tomar otra actitud” (Natalie Wood).
Si los recuerdos de Hollywood nos lo presentan como un buen tipo, los recuerdos colectivos hacen hincapié en su esfuerzo por saltarse de los límites opresivos de su generación anterior. Si lo pudo lograr o no, es un misterio que la historia se empecina en no revelarnos.
Ni en sus películas, -como hemos analizado-, ni en su vida real, ya que los encantos hollywoodenses de flashes y fama fueron muy tentadores para él.
Aún así, la memoria colectiva le ha reservado un lugar preciado junto a personajes tan disímiles como Gandhi o el Che, en que lo único que los emparenta es haber sido consecuentes con lo que predicaban, y no haber caído en la traición de sus propios principios.
¿Habría llegado tan lejos James Dean? ¿Hubiese seguido su lucha en contra de los sagrados valores de su sociedad hasta el final?Nunca lo sabremos.
Su prematura muerte a los 24 años de edad, en un accidente automovilístico propio de cualquiera de sus films, nos restó la posibilidad de ser observadores de la evolución de su persona.Pero es esa misma muerte la que nos permite mantener su imagen intacta, la de aquél joven que luchaba ante todo y ante todos, tratando de ganar su propio espacio, que supo trascender, y que llegó a convertirse –sin siquiera darse cuenta- en el mártir de sus sucesivas generaciones.
Un mártir sin causa.

lunes, 19 de marzo de 2007

SIETE MENOS DIEZ (cuento)


Sentado en una de las mesas del coche comedor, intento acomodarme mejor, como quien se dispone a esperar un rato. El tren, presumo, es el que llaman Rayo de Sol, proveniente de Retiro, Rosario e intermedias (así lo anuncian los altoparlantes) , recién llegadito a Córdoba.
-Tomá! Es un helado, -me dice Simón mientras me alcanza una bolsita por la ventanilla- lo dejaron por la mitad.
Abro la tapita de telgopor y se corporiza una cucharita plástica en mi mano derecha mientras miro que el helado comenzó a derretirse. Parece de vainilla.
Una puerta del vagón se abre y aparecen sorpresiva, intempestuosamente, dos hombres y una mujer.
La puerta se golpea y es inevitable levantar la cabeza. Los miro con desconfianza. No me gustan.
Se detienen junto a mí y atino a meter la cámara de fotos entre mis piernas. Guardo los cien pesos que tenía sobre la mesa en el bolsillo derecho del pantalón.La cámara es prestada; bueno, en realidad es de mi mujer, pero he aprendido a cuidar sus cosas como si no formaran parte de la sociedad conyugal y a devolvérselas tal como me las presta.
La morocha, de unos treinta y pico, pelo a los hombros y no demasiado fea, se sienta sobre mi mesa dándome la espalda y simula ignorarme. Los hombres están parados alrededor de ella como si charlaran despreocupados. Nadie dice nada pero la tensión va en aumento y se nota.
Miro por la ventana y la estación, esa, que rebalsaba de pasajeros hace sólo unos minutos, aparece desolada, abandonada, árida, justo cuando más estoy necesitando de cualquiera que pase por acá.
Decido moverme y huir.
Son tres, y yo uno.

Los hombres se ven rudos y ásperos, y yo nunca me he peleado con nadie.

Ellos son ellos y yo soy yo. Puro instinto de supervivencia.
Decido moverme, pero nunca llego a hacerlo.
De un salto, el más jóven de los dos queda parado junto a mí. No he podido despegarme de la silla cuando me está presionando en la cara, al lado de la nariz, con un objeto acerado.
-Largá todo!!, -me grita, y siento como una mano, (no sabría decir de quién) me saca la cámara que habia intentado que pasara desapercibida a la vista.
Me traspasa una descarga eléctrica que me hace doler el rostro y estremecer todo el cuerpo.
Meto la mano en el bolsillo y tiro el billete sobre la mesa, mientras me avergüenzo por ese acto cobarde de entregar todo sin luchar.
-Largá todo, te dije, boludo!!, -me grita de nuevo, mientras me picanea la cara por segunda vez.
Pero ahora, tratando de esquivar la descarga, veo de reojo que lo que yo creía que era una picana parece una llave de auto, de esas que tienen el plástico negro y el botón para la alarma en un lado.
-¿Cómo que me picanea con una llave???, -alcanzo a pensar en medio del dolor.
El descontrol de la situación no me deja razonar con claridad.

Algo no encaja en la escena.

Causa y efecto no tienen relación.
-¡Una llave no puede dar corriente!!!, -les grito tan fuerte como puedo.



Me desperté a las siete menos diez, faltaba ese ratito para la hora de siempre.
El sobresalto debe haber sido importante porqué escuché a mi mujer que preguntaba qué estaba pasando desde su almohada.
-Nada, -mentí ocultando mi miedo que empezaba a disiparse- me voy a trabajar.
Llovía, y el cielo estaba muy oscuro, como si la noche todavía continuara. Miré el reloj para confirmar si era hora de levantarme.
Llovía, y como me pasa cada vez que llueve, recordé que todavía no había comprado un paraguas.