lunes, 30 de julio de 2007

CONFLICTO LABORAL


-¡Compañeros!, es la última oportunidad para aquel que quiera irse a su casa. Pero tengan en cuenta que la toma de la fábrica es la única cosa que nos queda para poder negociar con la patronal con dignidad. Y sepan, que la dignidad es lo que distingue a un hombre de un cobarde.
¿Quién se quiere ir???- preguntó Roberto, el delegado de matricería que ejercía el poder de la palabra como nunca antes había escuchado.
Intenté levantar la mano, pero no me animé.
Alcancé a mirar de reojo al portón de entrada justo cuando el camión estacionaba en medio de la calle.
Una doble fila de guardias de infantería se desplegó en la vereda.
Demasiado lento hasta para demostrar mi cobardía.
Cerré los puños de miedo, y simulé seguir escuchando a la asamblea.

ROBIN HOOD


-¿Y usted tiene estos remedios para dármelos, doctor? - preguntó el viejito, en una mezcla de incertidumbre y ruego en la misma oración.
El médico de la salita iba a decirle que no, pero dudó un istante y pareció tomar coraje.
-Espéreme acá diez minutos, don Severio.- contestó.
Subió a la bicicleta, pedaleó las 20 cuadras que lo separaban de la avenida y tras pedir el medicamento en la sucursal de la cadena de farmacias, salió corriendo sin pagar.
El dispensario seguía lleno cuando don Severio se fué a casa con los oncológicos en la mano.
Esa noche, el doctor volvió a ver, una vez más, la película con el personaje que más le gusta.

IMPREVISTOS II

Entró corriendo, agitado.
La cena, que estaba servida en la mesa aún humeaba.
Guardó el papel con la dirección en un bolsillo y se tiró sobre la única silla que quedaba en pié.
El desorden y los muebles rotos llenaban el lugar.
La patota, implacable, asesina, le había arrebatado otro compañero.

domingo, 29 de julio de 2007

CINÉFILO


Amante del cine, intentaba arrebatarle escenas a la pantalla para llevarlas a su vida.
Vida común y silvestre, por otra parte, que sólo le permitía copiar películas clase B, como cuando en las noches de luna llena salía a correr alrededor de la plaza, aullando cada vez que pasaba frente a la iglesia.
La última puesta en escena le deparó un final propio de un film de culto.
Hace una semana que intenta explicarle a la policía que la media que llevaba en la cabeza al entrar al banco del pueblo, corresponde al género del cine bizarro.

martes, 3 de julio de 2007

EL DIA QUE EL CHE SE HIZO DE CENTRAL


El Che antes de ser el Che que todo el mundo conoce fue un típico muchacho argentino que vivía entre nosotros.
Sus ansias de aventura y de devorar kilómetros lo trajeron a Rosario en el caluroso verano de 1950 a bordo de una bicicleta a la que le había acoplado un motorcito que lo ayudaba a viajar más rápido.
El plan de Guevara era recorrer media Argentina con su bicicleta. Lo que no había tenido en cuenta era que la alta temperatura le jugaría en contra.
Así llega a la ciudad a puro pedaleo con un calor que en medio de la ruta rondaría los 45º, y el motor casi fundido.

Mi abuelo vivía en la zona oeste desde hacía 40 años, fue de los primeros que se estableció al final de calle Córdoba, a pocos metros de cuando se convierte en la ruta 9. Era mecánico y después de muchos intentos había podido montar su taller al frente de su casa. El cartel de la calle decía Taller Mecánico y lo había pintado mi papá que por aquella época tenía 20 años.
Los perros ladraron fuerte, avisando la llegada de un extraño.
-¿Estaría el mecánico, señor? – preguntó el jóven Ernesto.
- Hoy es domingo, pibe, no trabajo – contestó mi abuelo.
- No soy de acá. Vengo de Buenos Aires y voy para Córdoba. Creo que se me fundió el motor.
-¿Qué auto tenés?
- No tengo auto. Estoy en bici.
-¿Cómo en bici? ¿Y dónde está el motor? – preguntó don Patricio, que a esa altura no lograba comprender en que viajaba el muchacho.
- Es una bici a la que le agregué un motorcito que compré aparte.
Mi abuelo, que era un amante de los fierros, pero más de los injertos, (recuerdo un Gordini al que le había cortado el techo y lo había convertido en descapotable), salió a la vereda para ver el invento y se dejó cautivar por el viajero.
Era casi el mediodía y faltaba poco para los fideos domingueros.
- ¿Comiste algo, pibe?
- Nada desde que desayuné en Pergamino.
Así fue como Ernesto Guevara almorzó en la casa de los Peralta un domingo de enero de 1950.

Mi viejo, conspicuo tanguero como todos los de su barra, se levantó tarde ese mediodía y llegó a sentarse a la mesa cuando todos ya estaban comiendo.
Notó la presencia del extraño pero no preguntó nada. Se limitó a escuchar el diálogo entre mi abuelo y el muchacho, el que le resultó bastante piola.
Las anécdotas del viajero eran graciosas y estaban matizadas de caminos, sierras cordobesas y partidos de rugby.
- ¿Jugás al fútbol? – preguntó mi papá.
- No es mi fuerte.
- Si querés, podes venir esta tarde a jugar con mis amigos. Nos falta uno.
Ernesto quizo explicar que estaba de paso y que no quería perder mucho tiempo, pero el mecánico lo convenció de que hasta el otro día no tendría los repuestos que necesitaba.
- Hoy está todo cerrado. – le dijo don Patricio – Andá a jugar que te va a gustar.
Ese día jugaban dos barras rivales de años. Los de mi viejo, de la zona oeste, hijos de obreros y todos canallas. Los otros, cafishitos y de la zona del Parque Independencia, todos leprosos.
Guevara entró a la cancha y antes de que comienze el partido le dijo a mi viejo:
- Yo soy rosarino, pero no soy de ningún equipo de acá.
- ¡ Tenés que hacerte de uno! ¿Qué clase de rosarino sos?
El partido empezó y los leprosos hicieron un gol de arranque. Los habían tomado de sorpresa justo cuando el arquero se acomodaba la gorrita que lo cubría del sol que venía de frente.
A los 20 minutos los canallas perdían dos a cero y el Che no la veía ni cuadrada. Acostumbrado al rugby, no sabía ni donde tenía que pararse en la cancha.
En el entretiempo mi viejo sacó la arenga desde el corazón: -¡No nos quedemos!
¡Todos arriba y pelotazos desde el fondo! ¡Hay que jugársela el todo por el todo!!
El equipo entró al segundo tiempo convertido en once leones. Cinco minutos y llega el descuento.
Mi papá, un dos de los de antes, metía presión desde atrás y cortaba todo avance leproso. El partido se ponía cada vez más áspero y las faltas cada vez más duras.
Otra llegada canalla y penal para los auriazules. El empate motivaba a la victoria.
- ¡Todos arribaaa!!!
- ¡Pibe, metete en el áreaaaa!!!, - le gritaron a Guevara.
El Che salió disparando para adelante sin saber que hacer cuando pisó la zona rival. Miró al arquero, buscó a los defensores contrarios, y en el preciso instante en que se daba vuelta para ver por donde andaba la cosa, el pelotazo le pega en el ojo derecho, tomando un efecto de imprecisa comba que termina colándose entre el arquero y el palo. Tres a dos.
Dura vuelta a casa de los cafishitos tras la humillación que le brindó el equipo canalla.

El Che nunca más jugó de delantero. Una vez leí en un libro que en otro viaje por Perú había atajado durante un campeonato local, y que decía que era hincha de Rosario Central.
Hasta el día de hoy mi viejo sigue contando esta historia, convencido de que ese fue el día en que el Che se hizo canalla.
No era buen jugador, pero se esmeraba, y un ojo negro que lo acompañó durante varios kilómetros le daría la identidad futbolera rosarina que ni él mismo conocía.