Las tres mujercitas fueron educadas desde pequeñas para convertirse en cazafortunas. Su madre les forjó el espíritu a fuerza de comida diet y el sagrado principio de no subir a un auto a menos que estuviera conducido por un millonario. La peluquería fue su segundo hogar, y los perfumes, el oro y los cosméticos, sus mejores armas.
La madre, verdadera heroína de esta historia, enviudó cuando las chicas eran aún muy pequeñas. Luego de enjugar la última lágrima por la muerte de su esposo miró a su alrededor y decidió que no se dejaría atrapar por la miseria. Vendió el automóvil de su marido y su casona de Alberdi, compró un diminuto departamento en Barrio Martin y depositó el poco dinero que le quedaba en unos bonos de un banco extranjero que le dá unos cuantos intereses cada seis meses.
Pero su resolución más importante fue apostar todo su futuro a las tres mujercitas. Con el cinturón ajustado, la pensión de su marido y los bonos, debía llegar a fin de mes, y hay que incluir las clases de gimnasia, la ropa, los perfumes, y otras cositas más.
Las chicas aprendían la lección. Tener un cabello espléndido fue su principal ocupación por años, y también aprender de marcas de autos más que cualquier muchachito.
Pasaron los años y la benjamina ya cumplió los dieciséis. Verán en qué emplearon su tiempo las mujercitas esta semana. La mayor se dejó ver en el Metropolitano, en ocasión de una fiesta de gala. Iba enfundada en un vestido de terciopelo negro que exhibía sus deliciosas delanteras. La acompañaba su novio, un futbolista de éxito que la llena de regalos y de viajes aunque no le puso ninguna propiedad a su nombre, prioridad número uno en su férrea educación.
La mediana no se deja ver en público, porque su amante, un empresario encumbrado, tiene fuertes intereses que proteger. La madre está satisfecha: la muchacha tiene a su nombre un departamento en Balcarce y Jujuy, un auto 2006 y joyas que podrían comprar un edificio entero. Es la más afortunada de la familia, y quien aporta al hogar
una generosa mensualidad.
El lunes pasado la más pequeña salió a cenar. La niña comió animosamente mientras el grueso anillo de platino y rubíes de su acompañante danzaba frente a sus ojos. También adornaba la mano del señor un anillo de casado, pero ese no lanzaba destellos.
Es cierto que ninguna de sus hijas se casó, pero la madre, que es una mujer eminentemente práctica y no cree en sentimentalismos, no piensa que sus viejos planes hayan fracasado. Simplemente se adaptó a los nuevos tiempos.
Hagan cuentas. Fue ella quien arregló la cita entre la más pequeña y el señor de los rubíes, un empresario de cincuenta y dos que conduce un Mercedes Benz.